La vida con un perro
- Rachel Levine
- 18 sept
- 3 Min. de lectura
por Rachel Levine
Ya tiene siete años y medio, tiene muchas canas en el hocico y creemos que tiene algún problema dental, o de un solo diente, ya que no le entusiasma tanto morder sus golosinas o zanahorias como antes. Tras vivir con ella casi todos los meses de su vida perruna, la conocemos bien. Tiene muchas personalidades. Al compartir mis días con ella todos los días, trabajando desde casa, sé más o menos cuándo se acercará a mi escritorio para avisarme de la hora de comer o cenar. Es a la vez completamente predecible y completamente incomprensible.
¿Por qué decide que ya es hora de pasar del sofá a la puerta? Pero no, no es exactamente lo que tiene en mente; a la alfombra para perros de mi oficina, luego a las escaleras. Está inquieta. Probablemente necesite salir, pero si abro la puerta y dejo que saque su hociquito de cuero para olfatear la lluvia, se dará la vuelta. Con nieve, saldría corriendo como loca, se revolcaría y se lanzaría por el patio con desenfreno. Siempre me imagino que el peso de su pelaje mojado es lo que la molesta.
Tiene una mirada tan patética, tan hastiada, que me dan ganas de llorar con ella. Debo consolarla. Pero en cuanto me mueva para acariciarla, ella cambia de postura, y esa mirada desaparece y todo vuelve a la normalidad.
Es tan dócil que me avergüenza su mal comportamiento. Es testaruda y, desde luego, no tan dispuesta a complacer como un labrador, pero sé lo que se necesita para que obedezca mis órdenes y, a veces, simplemente no tengo tiempo ni energía. No es una perra que aprenda la lección de una vez por todas. Dicen que los pomeranios se criaron a partir de los grandes perros de trineo nórdicos, y que su inteligencia se ha afinado para la toma de decisiones. Si la orden "¡Mush!" resultara en una incursión en terreno resbaladizo, la perra debe desobedecer por el bien de todos. Se supone que debo creer que por eso duda cuando le ordeno "¡Siéntate!". Una orden que conoce bien. Quizás sentarse ahora mismo, en la cocina, mientras le preparo la comida... quizás haya un peligro que no puedo percibir. Solo ella lo sabe. Casi puedo oír los mecanismos de su cerebro, del tamaño de un limón, llegando a una conclusión. (Una que nunca conoceré).
Pero la amamos. Nuestra dedicación a su bienestar es desproporcionada en comparación con su físico, que solo pesa unos cuatro kilos bajo el pelo. Nuestra alegría por su existencia no disminuye. Cuando le decimos que suba a la cama (ya las nueve, su hora de dormir), lo hace. Pero primero nos mira para preguntarnos si también queremos acostarnos. Al no hacerlo, sube las escaleras con vacilación, girándose al llegar arriba con una mirada suplicante. Pero yo me quedo. Media hora después, vuelve a sentarse conmigo en el sofá mientras leo, tras haber decidido que quizá me quede despierta más tarde de lo que esperaba. Si subo, la encontraré tumbada de espaldas, con las patas retorciéndose en su sueño perruno, la cabeza ladeada y los ojos entrecerrados. Mi llegada la hará abrir los ojos y observar, expectante, por si decido no retirarme. De un semi-estupor, se despertará al instante. Pero, a diferencia de cuando era un cachorro, una vez que se siente cómoda, es posible que no salte de la cama ante la oportunidad de salir.
Está envejeciendo. Lo vemos en su temperamento, sus dientes y sus huesos. Es incluso más triste que verme envejecer. Este amor no verbal que compartimos es tan frágil en este planeta enorme y aleatorio, que a veces me parece una locura dejarme llevar por él. Y de todos los misterios silenciosos que me pregunto sobre ella, lo único que sé con certeza es que es mía solo brevemente. Habrá una última vez que la alimente, la bañe y la observe mientras sueña nerviosamente. Lo que me da paz es saber que ella no lo sabrá. Lo que me atormenta es que yo sí lo sabré.
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