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Mí lobo

  • El Peregrino
  • hace 6 días
  • 2 Min. de lectura

por El Peregrino



Mi lobo se despertó hoy día.


No me dio ninguna indicación previa, ninguna señal con la que pudiese prepararme para recibirlo. Tan solo abrí los ojos y allí estaba, con sus ojos negros y profundos, observándome. Su mirada era como un bisturí, disectándome por dentro, y juzgando cada una de mis acciones, mis pensamientos, mis decisiones. Y el resultado de sus juicios, según pude presentir, no me fue nada favorable. Esta sensación la confirmé momentos después, cuando lentamente comenzó a mostrarme sus dientes. Primero percibí un leve levantar de labios, pero luego la piel sobre su nariz estaba totalmente arrugada, y podía ver sus blancos, afilados y enormes dientes. Luego comencé a escuchar su gruñido, y sin darme tiempo de escapar, se lanzó sobre mí y comenzó a destrozarme. Con cada mordisco arrancaba trozos de mi alma, en cada tironeo rasgaba pedazos de mi ser. Y con cada grito de dolor podía ver imágenes, las imágenes de aquello que nunca fue, pero pudo ser. Rostros de niños riendo en alguna ciudad de áfrica, madres amamantando a sus bebes en alguna isla de la polinesia, una hoja al viento en las junglas de Guinea, un delfín saltando en los helados mares del norte, un viejo sonriendo una sonrisa terrible y desdentada en una ciudad destruida por la guerra, rostros felices, sonriendo, y otros tristes y desgraciados, canallas, mentirosos, nobles, humildes, santos y sagrados… Y un sabio y amado rostro sentado a orillas del Ganges, mostrándome todo aquello que pude alcanzar; no tener, sino ser, y que sin embargo perdí miserablemente en el caos de este extraño y tambaleante sendero


Mi lobo no mostraba ninguna misericordia hoy. Hace mucho que dormía, es quizá por eso que tiene tantas energías y tanto odio hacia mí, que lo obligué a vivir confinado entre paredes demasiado estrechas para su esencia libre y sagrada.


Y lo comprendo. En vez de deambular por los bosques fríos de Siberia, en vez de recorrer extensas e interminables planicies, lo condené al encierro y la rutina y, lejos más imperdonable, a conformarse con la ignorancia, disfrazándola de poesía. A él le pertenecía el universo entero, con todas las emociones, recuerdos, vivencias y esperanzas de cada ser humano que alguna vez vivió sobre la tierra. Le pertenecían las planicies y las junglas, el vuelo del águila y el miedo de su presa, el mar interminable, las lluvias en las noches de invierno, las espigas al viento en el calor del verano, las ciudades y pueblos con todas sus historias, leyendas y costumbres; la humanidad entera, desde sus miserias más deplorables hasta sus actos más nobles. Era su derecho de nacimiento, su estrella y su destino, y yo lo encadené sin otra excusa que mi propia pequeñez, debilidad y bajeza.


Finalmente se cansó. No se ha dormido, aún me da uno que otro mordisco cuando entreabre un ojo. Espero sinceramente que se vuelva a dormir pronto, para poder continuar tranquilo con mi ciego y mezquino, confortable camino.

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